Al momento de publicarse estas líneas persistirá todavía la incertidumbre acerca de cuál será finalmente el texto de la Ley sobre Biocombustibles que reemplace a la Nro. 26093 de 2006, cuya vigencia -en principio extinguida- ha sido prorrogada hasta el 12 de julio de este 2021.
La expectativa es que la nueva conserve las virtudes que, aún con sus limitaciones, supo ostentar la anterior con el solo hecho de disponer para el corte de bioetanol en naftas un cupo de 10% para el que se obtiene del maíz y del 12% para el de la caña de azúcar.
Los argumentos en favor del incremento de ese porcentaje en lugar de su eventual reducción o estancamiento reposan en la inexorable necesidad de avanzar, de manera progresiva pero con aceleración creciente, hacia la sustitución total de los recursos fósiles como fuente de energía. El acuerdo internacional hoy vigente define el año 2050 como fecha límite para alcanzar ese objetivo.
El debate acerca de esta encrucijada legal ha vuelto a poner en superficie las convenientes particularidades de la caña de azúcar como recurso vegetal sustituto. Esencialmente agroindustrial, esta especie ofrece alternativas productivas únicas potencialmente aprovechables que exceden las exclusivamente energéticas que la caracterizan. Baste pensar en la utilización de su biomasa también para el reemplazo de los plásticos derivados del petróleo.
Con una historia de sucesivos tropiezos (por decir lo menos) y su enorme prodigalidad productiva, la agroindustria tradicionalmente azucarera se erigiría hoy como símbolo de una síntesis ejemplar: mientras progresan los métodos para perfeccionar sus procesos en términos ambientales, el incremento de su productividad, tanto en campo como en fábrica, aparece a la vez como garantía de sustentabilidad. Tanto en lo que se refiere a su propio futuro como al del planeta, por lo que aporta la caña a través de su aprovechamiento integral.