Seremos desde aquí siempre los primeros en reconocer el carácter dinámico de la agricultura, su esencial vocación por la mejora continua y el progreso de sus recursos y procedimientos; especialmente en lo que corresponde a la versión extensiva de su práctica.
Los notables avances reflejados en lo que hoy se conoce como nueva agricultura, esos que se manifiestan en la incorporación de tecnologías digitales y nueva maquinaria, mejoras genéticas de las variedades que se utilizan, un gradual incremento del uso de bioproductos, mejores prácticas agronómicas y toda una serie de recursos vinculados con el aumento de los rendimientos por hectárea, conforman un abanico de innovaciones que en cada vez más segmentos de la producción van siendo adoptados para garantizar en lo posible las exigencias alimentarias de la creciente población mundial.
A la vez, nos mantenemos a prudente distancia de las teorías que, sin fundamento científico serio, señalan la agricultura como responsable principal de los desequilibrios ambientales que amenazan la supervivencia de las formas vivas del planeta, denostan los avances en materia de adaptación genética de los cultivos y postulan una utópica reconversión a prácticas “orgánicas” que, en lugar de complementar, sustituyan a la mayoría de las actuales.
Todo eso es cierto y lo acredita nuestra historia editorial. Sin embargo, insistimos en la necesidad de hacer las cuentas con lo que todavía falta para resolver -o ir resolviendo- el conflicto natural que existe entre la agricultura y el ambiente y sirva para avanzar más en la dirección de lo que garantice no solo la mayor inocuidad posible de las prácticas agrícolas, sino también las de su propia sostenibilidad. A pesar de los avances, muchas de nuestras prácticas aún ameritan revisión crítica, readaptación y nuevos desarrollos compatibles con ese objetivo rector. El cambio climático involucra a todas las actividades humanas; a nosotros nos incumbe la agroindustrial.
El enorme impacto de la revolución verde en la conciencia progresiva de la agricultura, con efectos inerciales productivistas que perduran y se potencian aún hoy, no habría prosperado sin la evidencia de su factibilidad. La tecnología facilitó la realización de ese anhelo mayoritario y esa necesidad, consolidando así una definida cultura productiva. Hoy sabemos que la prolongación en el tiempo del impulso positivo de la llamada nueva agricultura no podría concretarse acabadamente sin la voluntad de sus actores integrada en la misma cruzada, orientada en favor de una bien posible y entendida sustentabilidad.