Desde la invención del arado hasta la siembra directa, desde la domesticación del primer cultivar de trigo hasta las más avanzadas variedades transgénicas actuales, la agricultura no ha cesado de progresar a lo largo del tiempo.
Durante gran parte de su historia, la introducción de mejoras en la práctica de los distintos cultivos, con sus múltiples aspectos y matices, se ha orientado a su facilitación –el arado resulta en ese sentido un simbólico ejemplo- y al incremento de la productividad. Más recientemente, como sabemos, muchas de las principales soluciones innovadoras se proponen en cambio –y sin descuidar la búsqueda de mayores rendimientos- como garantías de sustentabilidad; ahí el ejemplo opuesto de la siembra directa adquiere su significado más pleno.
Como sabemos, la innovación en agricultura ocurre, o termina de ocurrir, cuando es adoptada y puesta en obra por parte del productor; eso no siempre significa hacer uso de un recurso de reciente descubrimiento. Innovar es también la incorporación oportuna de una herramienta ya existente o la aceptación de un nuevo modo de entender los efectos de una práctica y comenzar a obrar en consecuencia.
La agricultura no es “natural”. Su propósito, en todo caso, es el de forzar a la naturaleza –la de las plantas, el suelo, el agua y la fauna de cada contexto- a servir a las necesidades y conveniencias de las sociedades humanas. De ahí la importancia de “escucharla” y de comprenderla. Hoy, a la luz de demasiadas evidencias ambientales, sabemos sobradamente que esa pretensión tiene límites que no debiéramos haber transgredido. No solo porque ello obra en detrimento de la productividad misma en los plazos largos, sino porque además se ven afectados bienes que no son de propiedad exclusiva del agricultor. Nadie puede considerarse dueño absoluto del suelo, ni del agua, ni de la fauna silvestre, ni de la atmósfera de la que se sirve para producir.
Asistidos por el enorme caudal de conocimientos disponibles, estamos transitando una etapa de cambios profundos que quizá todavía no alcancemos a asumir en su verdadera dimensión. Estamos quizá redactando en los hechos una ley todavía no escrita: la que termine rigiendo con racionalidad y fundamento una práctica rendidora, sustentable y socialmente responsable de la producción de alimentos.